–Madurá –me decía. –Crecé de una vez por todas–. Y me lo decía como un reproche, con tono de "tirón de orejas". Y es que yo no lo podía explicar. No era una cuestión de cobardía, ni de miedo a perder la inocencia y la irresponsabilidad. Pero en cierto modo se trataba de no soltar el "todos juegan" de esa perinola inconsciente que habilita y permite, que vuelve inimputables los errores y las audacias, los arrebatos y los impulsos, las pasiones y los abandonos.
Madurá–, me insistía. –No sabés lo importante que es sentirte una mujer, una mujer viva.– Y yo no quería perder esa infancia blandita de nubes que me recorría la espina dorsal y me convertía los brazos en alas.
Hasta que lo entendí. Y aprendí a mirar con cara seria y los ojos riéndose a carcajadas de inconsciencia. Y aprendí a crecer también con los brazos convertidos en alas [que llegan más lejos].
Madurá, me explicaba, que para que haya una mujer viva, no es necesario que haya una niña muerta.*
Madurá–, me insistía. –No sabés lo importante que es sentirte una mujer, una mujer viva.– Y yo no quería perder esa infancia blandita de nubes que me recorría la espina dorsal y me convertía los brazos en alas.
Hasta que lo entendí. Y aprendí a mirar con cara seria y los ojos riéndose a carcajadas de inconsciencia. Y aprendí a crecer también con los brazos convertidos en alas [que llegan más lejos].
Madurá, me explicaba, que para que haya una mujer viva, no es necesario que haya una niña muerta.*
[* algo así decía un tatuaje que ví un verano en una persona encantadora. Pero en masculino]
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