Aprendí que en esta vida hay que llorar si otros lloran
y, si la murga se ríe, hay que saberse reír;
no pensar ni equivocado... ¡Para qué, si igual se vive!
¡Y además corrés el riesgo de que te bauticen gil!

» Debilidades

La mina tenía dos debilidades: el dulce de leche y los hombres políticamente incorrectos. Marcelo era eso [un hombre, digo, no un dulce de leche. Y muy políticamente incorrecto]. Hacía años que la alimentaba a puro maltrato y dulce de leche.
Se conocieron en la barra de un bar, los dos borrachos, los dos lamentando amores perdidos. Maldiciendo el cliché y renegando del romanticismo se fueron a las manos y a los besos y llenaron las soledades mutuas con lugares comunes. Tan comunes que se convirtieron en esos amantes eternos de novela de las 3 de la tarde, con peleas, escenas de celos, reconciliaciones y trampas. Él prometía blanquear la situación, pero bastaba un poco de cotidianeidad para que desapareciera por completo.
Pero volvía. Y remendaba sus ausencias con un tarro de dulce de leche, de los de cartón. Conocía bien las debilidades de ella, y sabía que esa cucharada podía concederle la indulgencia, desatar el reencuentro, subsanar la ausencia, recuperar la química. Lo sabía. Y ella también lo sabía, sabía que ese amor malsano no le hacía bien, [Marcelo, digo, no el dulce de leche]. Pero caía una y otra vez, subyugada por la cucharada sopera y los besos pegoteados en todo el cuerpo. Empalagada por sus dos debilidades.
Un día tomó la decisión de dejarlo. Para siempre. No volver a caer, no volver a endulzarse con sus promesas de cambio. Llevaban muchísimos años yendo y viniendo, intercalando romances de terceros con cucharadas de amor esporádico.
Él volvió después de un mes entero de fracasar vaya uno a saber con quien. Sacó el dulce de leche, y ofreciéndole la cuchara le sonrió, como siempre.
-No gracias- dijo ella. -Estoy dejando.
Y lo dejó para siempre.
A Marcelo, digo, no al dulce de leche.

» De brumas y leyendas

A mediados del siglo pasado se comenzó a construir el primer faro de La Paloma, en el mismo lugar en el que se encuentra el actual. Al parecer, la obra no estaba lo suficientemente cimentada como para resistir el viento y se desplomó sobre los obreros una fría noche, aplastándolos a todos.

Hoy, al lado del faro, hay un pequeño cementerio que los recuerda. Y hasta algunos se animan a afirmar que ciertas noches se los escucha trabajar con sus picos y palas sobre la orilla del mar.

 
Enganchada a esta historia, está la de La Aparecida. Cuentan por ahí, que era la futura esposa de uno de los constructores, que se suicidó con su vestido de novia al perder a su amor en el derrumbe del faro.

Dicen, que quienes pasan por la playa en las noches, pueden toparse con la aparición de una mujer de blanco de aspecto lúgubre que va y viene entre el Cabito y el Faro.

» Circulan por ahí varias versiones de la leyenda. Pero ésta es la que a mí me quedó de tanto oírla. Y es la que me tenía en vilo todos los anocheceres de mi verano infantil, con esa mezcla de miedo y curiosidad, mirando la orilla bien fijo, sin pestañar, hasta que los ojos ardían, y las sombras engañosas de la noche que se levantaba confundían una gaviota, una rama, un pescador o la espuma del mar, con la Aparecida.

O a lo mejor es cierto que la ví...

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