Aprendí que en esta vida hay que llorar si otros lloran
y, si la murga se ríe, hay que saberse reír;
no pensar ni equivocado... ¡Para qué, si igual se vive!
¡Y además corrés el riesgo de que te bauticen gil!

» Maridaje perfecto

Cuando uno anda medio descreído del romanticismo no le tienen que venir con matrimonios perfectos. No señor! Que las bodas de oro de los abuelos, que el pan con manteca, que Thelma y Louise, que la coca con fernet, que Romeo y Julieta, y tantas otras uniones inseparables y números pares que encajan perfectamente.

Allá ellas, las naranjas [y otros cítricos] que encontraron su mitad. Que vivan felices y coman perdices los tipos de los cuentos [nunca supimos los nombres de las respectivas parejas de Blancanieves, Cenicienta, ni el valiente leñador de la chica de colorado, ¿no?] Por mí, que sigan de la mano el vino blanco con el pescado y el tinto con las pastas.

El problema es que cuando uno creía haberlo visto todo en materia de maridajes perfectos y ya comenzaba a sentirse inmune a las uniones románticas y empalagosas, viene el señor Bonafide y se le ocurre inventar el bocadito de chocolate blanco relleno con dulce de leche. Como para no volver a creer en los números pares...

» minibar & berimbau

Se viene el agua, se escuchaba a cada rato.
Y es que la noche, con ese viento caliente y ese cielo rosa tan inflado y bajito, prometía lluvia. Bastante lluvia. Esa lluvia gorda de verano.

Ramiro Musotto daba un concierto al aire libre, por más redundante que suene, porque se notaba mucho el aire y nos notábamos demasiado libres.

Mi morral convertido en minibar apagó la sed, [sí, la real y la inventada] y fue testigo de ese berimbau invisible de tan disimulado, que traía a un hombre abrazado por detrás, porque Ramiro le pone tanto cuerpo a su instrumento que parece que es el berimbau el que lo toca a él.

Llueve dijo alguien debajo de un jacarandá raquítico.

Pero yo no le creí, [nadie le creyó] y seguimos empapados de música, de esa música que te hace mover la cabeza hasta que te duelen las cervicales.

Cuando terminó todo, veníamos buscando donde tirar los cadáveres de cerveza que ocupaban lugar en el minibar colgante, y de casualidad miré para arriba y ahí estaba. Una lluvia gorda de verano se había quedado suspendida, sostenida por el último sólo de cavaquiño.

Y casi casi que podría jurarlo: esa lluvia no se animó. No se animó ni por casualidad a faltar el respeto a ese músico impecable y a ese aire libre, por momentos demasiado aire, y por otros demasiado libre.